En la casa sin puertas ni espejos,
donde el eco mastica el silencio,
vivo yo, con los huesos al viento
y los ojos clavados al suelo.
Las paredes susurran mi nombre
con la voz de los que ya no están,
y en la alfombra marchita del tiempo
duermen sombras que quieren gritar.
Una lámpara cuelga sin fuego,
como un fruto podrido del cielo.
Sus cadenas me rozan el alma
y me arrastran al pozo del miedo.
El reloj se detuvo a las doce,
pero nadie recuerda el ayer.
En los muros florecen los rostros
de los sueños que no quise ver.
Y yo desafío los pasos al borde
de un abismo que finge ser paz.
Si la noche se ríe, no importa:
ya mi sombra aprendió a no mirar.
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